Creo que hablar de un país es esencialmente hablar de su gente, y creo también, que hablar de su gente es hablar de uno mismo. Será de Dios. Ya me cansa. Ya me canso. Aparezco de a poco en las fotos que les hice a los jamaiquinos como el rastro de unos dedos en un espejo al terminar uno de bañarse. ¿Metaforizar con un espejo?, no me falta nada. Quizás sea la cuarentena; demasiada convivencia con uno mismo.
“En Jamaica ganamos todas las medallas de atletismo porque nos la pasamos corriendo”, me dijo Clifton, el que en la foto tiene una camisa azul que se funde con el cielo; “primero corrimos de los españoles, después de los ingleses, ahora de los canadienses y sus hoteles all inclusive. Corremos pero no sabemos hacia donde”. Y me lo dice parado en medio de una calle que parece no llevar a ningún lado. Veinte días y una pandemia más tarde, todo el mundo pararía de correr, ese mundo que tampoco estaba yendo a ningún lado.
El novio de Josephine, la bonita camarera de enormes cejas y pestañas, siempre supo que su carrera terminaría más allá de la isla. Una madrugada, después de toda una noche transpirando juntos al ritmo del street dancehall, un baile rarísimo pero magnético que combina la sexualidad del reaggeton, la prepotencia del hip hop y la acrobacia del Cirque du Soleil, le dijo: “Mañana me voy a Londres”. Cuando le pregunté si había vuelto a saber de él, aleteó dos o tres veces sus pestañas y me sonrió con la misma sonrisa ambigua y nostálgica con la que la había retratado unos minutos antes.
Creo que nunca entendí del todo el concepto de patria y visitar Jamaica me confundió todavía un poco más. Pareciera que nadie está conforme con su lugar. Los rastafaris añoran Sion (África); y al resto, la Babilonia que les ofrece la isla les deja gusto a poco y sueñan con occidente. Eso sí, todos se aferran con lenguas y dientes al Patois, un idioma ríspido y disonante que hablaban los primeros esclavos que pisaron esa tierra. Tal vez la patria sea el lenguaje, con todo lo que eso signifique.
Miles de esclavos arrojados a una tierra sin lindes ni fronteras terrestres. “A veces trato de imaginar lo que habrá sido ese momento para ellos, para nosotros”. El comentario lo hizo Demonde, el chofer de una combi que me llevó hasta la parte más alta de Saint James, y enseguida se me vino el recuerdo de una granja de hormigas que tenía a los siete años. Había sido uno de esos regalos decepcionantes del día del niño pero que con el tiempo se fue volviendo parte de mi rutina y divertimento. La mantenía con mucha dedicación y supongo que también con cariño. Se sabe que las granjas de hormigas suelen tener dos destinos: el olvido o estallar en mil pedazos. La mía se rompió en un mal movimiento y las hormigas, desorientadas, salieron disparadas buscando un poco de tierra en donde seguir con su vida.
A Demonde le obvié el recuerdo y ni bien bajamos de la combi le pedí que me permitiera hacerle una foto. Cuando vio que estaba a punto de dispararle, por algún motivo levantó ambos brazos hasta dejarlos perpendiculares al suelo. Preferí no reencuadrar la toma y hacerla igual. Evité una penosa crucificción al cortarle los dos brazos.
Como si hubiera visto la imagen de las hormigas de mi cabeza me señaló luego una de las casas que colgaban como frutos exóticos en la espesa selva. Su presencia, aunque algo absurda, no llegaba a distorsionar en nada el paisaje manso y bellísimo. “En Jamaica, tenemos que construir nuestras casas en un par de horas. No hay posibilidad de comprar un terreno, así que, elegimos un lugar, esperamos a la medianoche y con la ayuda y complicidad de familiares y amigos, construimos a oscuras y como podemos una habitación. Si para cuando llega la policía ya la tenemos lista, con techo y puerta, no nos pueden desalojar. Después, ya sin apuro, la seguimos ampliando hacia ambos lados de esa habitación original. Terminar la casa nos puede llevar unos veinte años”, me dijo con una de esas carcajadas guturales que solo tienen los negros. Cuando con mi viejo, hace mil años, empezamos a construir el estudio fotográfico, pasamos algunas noches a la intemperie. Habíamos derribado todo el frente y hasta no terminar un subsuelo no podíamos volver a tapiarlo. Nuestro temor no era tanto la policía como los posibles ocupas. Por la noche dormíamos en unas hamacas paraguayas a la vista de todo el mundo y las mañanas se nos iban entre carretillas de tierra y estribillos de los tangos que pasaba Larrea en la radio. Mi viejo cantaba: “Velázquez todo es mentira, Velázquez, nada es amor”... Mi risa nasal y latosa sonó desubicada después de la de Demonde.
Anthon, que estaba vendiendo unas chucherías en plena calle de Canterbury, me vio con la cámara al cuello y me aconsejó ir a sacar fotos a las cuevas de Green Grotto donde los fines de semana trabajaba como guía. Su conjunto de remera y gorra roja se destacaba entre todos los puestos verdeamarillos. “Es increíble, allí, en la más absoluta oscuridad, hay cientos de peces blancos que por un proceso evolutivo hoy son totalmente ciegos. De hecho, ya nacen sin los ojos”, Me mostró unas imágenes que tenía en el celular y era realmente impresionante. La evolución estaba en un período intermedio. No tenían ojos pero no habían perdido del todo el rastro de las cuencas. Le comenté que justo mi último proyecto tenía que ver con artistas ciegos y busqué en mi teléfono algunas fotos de ellos y de sus pinturas. Las miró con algo de interés y no sé porqué le dije que acercarse ciego al arte quizás sea también una forma de evolución. “Yeahmon”, me contestó. Una palabra comodín que usan cada cuatro segundos y que sirve tanto para mostrarse de acuerdo como para sacarte de encima.
Yeahmon Peace Jamaica Legend, una palabra por lado en letras mayúsculas y desiguales le daban marco a un estridente póster de Bob Marley que había comprado por dos mangos en Munro y que me acompañó durante varios años en la puerta de mi habitación. Lo había pegado en una plancha finita de fibrofacil para evitar de esa manera manchar con cinta la pintura y el enojo de mis viejos. Aproveché la otra cara de la madera para pegar una foto de Batistuta con la nueve de Boca en el medio de una bombonera que se venía abajo. Según el ánimo, o según quien viniera a mi pieza, lo colocaba de uno u otro lado. Los domingos, obviamente, eran para el Bati.
A Romon lo conocí la mañana de mi llegada a Jamaica pero recién en el atardecer del último día me animé a pedirle la foto. La situación era compleja porque una ridícula ley lo obligaba a vender sus mercancías desde el agua. Tenía prohibido pisar la arena. Además era manco y eso dificultaba un poco las maniobras con los remos del kayack. Iba y venía con sus caracoles cantando a través del faso canciones de Bob Marley. Cuando te acercabas, te ofrecía una hierba que era muy potente al principio pero amable y alimonada. “¿Sabés una cosa?” me dijo desafiante después de la foto. “Bob Marley es mi segundo”. Imaginé que su primero sería un amor, Dios, o algo parecido pero igual le pregunté para sacarme la duda. “El primero es Maradona”, me dijo, y fue una buena manera de empezar a volver a Buenos Aires.
Me gusta dejar descansar las fotos por un tiempo antes de revisarlas. Hay allí un momento de reflexión, un juego de la memoria y el pensamiento que me resulta muy estimulante. Descreo de ese lugar común que habla de la fotografía como retener un presente o congelar un segundo. Ninguna foto es inocente está siempre cargada de recuerdos y expectativas.